“Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente
te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa
puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas”
Sonó
el timbre. El atronador sonido de las sillas arrastrándose
inundó la clase, provocando que una chica de cabello castaño
hasta la mitad de la espalda y ojos azules se tapara los oídos
con molestia. Se sacudió la ropa, compuesta por una camisa de
Paramore, unos pantalones de mezclilla negros de pitillo, unas
botas militares y una chaqueta negra de cuero. Se colgó la
mochila al hombro y bufó molesta. Salió de su aula
viendo cómo caían las gotas de lluvia, y recordó
que no llevaba paraguas. Alzó la vista y observó a un
chico de piel pálida que estaba a sólo a unos metros de
ella, apoyado en una pared de ladrillos —que, según sabía
ella, era la del bar al que solía ir—. Su pelo azabache, al
igual que sus ojos grandes y algo rasgados, estaba mojado y el
flequillo se pegaba a su frente, pese a que su ropa se componía
de un abrigo polar negro sin mangas con capucha forrada que no usaba,
unos pantalones del mismo color y unas botas de hebilla. Era el mismo
que la había estado observando en los últimos meses. La
chica desvió la mirada al notar cómo el moreno se
fijaba en ella.
—¡Clay!
—escuchó. Una chica de melena oscura y ojos avellana la
abrazó por detrás.
—Te
dije que me llamaras Claire, Nicki —le reprendió la
castaña—. Mi nombre es Claire Ainsworth.
—Insípida
—la morena hizo un mohín.
—Deja
a Claire en paz —un chico de apenas diecisiete años apareció.
Su melena roja lisa y hasta el principio del cuello, que se pegaba a
su rostro, y sus ojos verdes brillantes hacían que millones de
chicas alrededor perdieran la cabeza. Además, su nariz era
atravesada por un pequeño aro plateado.
Nicki
rió y se bajó de la espalda de Clay. La castaña
volvió a mirar en dirección al extraño chico de
ojos negros, pero ya no había nadie allí.
—¿Qué
miras con tanta inquietud? —preguntó el de ojos verdes.
—Nada,
Abi, nada —le quitó importancia con un movimiento de la
mano—. ¿Vamos al bar?
Los
tres asintieron.
—Jane,
tres cafés con leche —ordenó Abel. La camarera
asintió y desapareció tras la cocina.
Clay
se hundió en la silla con cansancio.
—¿Qué
ocurre? —preguntó Nicole.
—Nada
—suspiró—, es que... Últimamente me siento...
observada.
Abi
rió, cerrando sus ojos como esmeraldas.
—Tranquila.
No dejaré que ningún pedófilo toque a mi
hermanita.
—No
soy tu hermana —dijo apartando la mano que había alzado su
amigo para despeinar su ya de por sí alborotada melena
castaña—. Me tengo que ir —se levantó de la silla y
recogió su chaqueta—, mi madre se molestará si llego
tarde a la cena.
—Buena
suerte —sonrió con pena la morena.
—Gracias
—le correspondió al gesto con una palmada suave en la
cabeza.
Salió
del local con paso ligero, sin percatarse de que unos ojos negros la
observaban desde la cornisa del edificio de enfrente. Esa sensación
llevaba ahí varios meses y estaba empezando a asustarla,
aunque ella jamás reconocería tal cosa. Las calles de
Londres eran húmedas y estrechas. Giró a la derecha y
se paró enfrente a unos apartamentos modernos de fachada
blanca. Se acercó al enorme portón de metal y tocó
al timbre de la portería
—¿Sí?
—sonó una voz a través del interfono.
—Soy
yo, topo —contestó ella apoyando la espalda en la superficie
metálica. Se escucharon unos ruidos de fondo, pero él
no contestó—. ¿Vas a abrirme, Hans?
De
nuevo el hombre no dijo nada.
—¡No
me jodas, topo! —gritó exasperada—, ¡ábreme
la maldita puerta! —ordenó golpeando la puerta.
—Clay
—su voz sonó débil y jadeante—, c-corre, vete de
aquí.
De
nuevo un ruido bastante desagradable y un quejido, seguido de más
silencio.
—¿Claire
Ainsworth? —se escuchó una voz de ultratumba, fría
y monótona, pero femenina.
—S-sí,
¿Hans? ¿Q-qué le ha pasado a Hans? —preguntó
preocupada.
No
hizo falta que nadie le contestara. De la ventana de lo que supuso
que sería la portería, salió rompiendo el
cristal una mujer vestida con un corsé negro y rojo, unas
mallas del mismo color y unas botas por las rodillas con hebillas y
de apariencia robusta, además de una capa con capucha carmesí,
en la que se podía apreciar la letra “A” de un rojo
brillante.
—Tienes
que venir conmigo —dijo la mujer. Agarró su brazo con tal
monstruosa fuerza que le dejó una marca morada en las muñecas.
Miró sus ojos dorados sin vida.
—¿Quién
eres? —preguntó—, ¿dónde está Hans?
—apretó los dientes sintiendo que su brazo empezaba a
ponerse pálido.
—Tienes
que venir con nosotros.
—¿A
dónde? —se aventuró a cuestionar mientras las fuerzas
le fallaban.
—A
Altharia —contestó.
—No,
señora Ainsworth. Dijo hace media hora que volvería a
casa —explicó Abi.
—No
lo entiendo —farfulló la madre de Clay, Helena—,
no tenía ningún asunto importante, ni había
quedado con nadie. Y para colmo Hans, el portero de nuestro edificio,
no responde.
Abi
tragó saliva.
—¿Topo?
—Sí.
—Baja
a ver si le ha pasado algo. O puede que no esté y haya salido
—se apresuró a explicar.
—No
creo, me habría informado de ello
—se escuchó un suspiro cansado al otro lado de la línea
telefónica—.
Bueno, iré a ver. Gracias de todas formas, Abel.
—No
hay de qué —y colgó de inmediato—. Mierda, mierda,
mierda —masculló por lo bajo mientras se pasaba una mano por
el pelo.
Se
levantó, dejó propina, agarró su chaqueta y se
fue del bar. Salió a la calle con paso rápido
escribiendo un mensaje en el móvil. Caminó por una gran
calle hasta doblar una esquina y entrar a una vieja tienda de botijos
antiguos. Bajó por el sótano sin siquiera echar un
vistazo al local y recorrió un pasillo completamente blanco.
Se paró frente a una puerta de acero blindado algo malgastada
por el tiempo y el uso. Colocó la mano en un panel de
reconocimiento por escáner y, tras un pequeño fogonazo
de luz verde, se escuchó un chasquido, indicándole que
había logrado su cometido. Entró en la cámara
acorazada.
—Abi,
has venido, hm —rió una voz masculina, pero joven.
—¿Qué
te creías? —respondió él con hastío.
De
entre la penumbra salió el chico de pelo revuelto y ojos
negros con una sonrisa burlesca.
—Claro,
¿cómo no? El gran Abel Burdock no se permitiría
una falta como esa —comentó sentándose en una silla y
apoyando los pies en la mesa que separaba a ambos adolescentes—.
Enaria ha contactado con nosotros. Dice que Él
ha localizado a un Intermediario.
Abel
suspiró.
—¿Qué
ha pasado con el que venía contigo? —preguntó
cruzando los brazos.
—Murió,
hm —contestó con simpleza.
El
pelirrojo chasqueó la lengua.
—¿A
quién ha atrapado? —Abel se acomodó en uno de los
sillones de terciopelo negro que había en la sala, expectante
a la respuesta del moreno.
—Creo
que... hm, se llama Claire —respondió.
Abel
se tensó de inmediato. Conocía sólo a una
Claire. Llegó a pensar que le daría una taquicardia, se
puso la mano en la zona del corazón y empezó a
hiperventilar.
—Eh,
Abel, ¿qué ocurre? —preguntó el moreno
acercándose a él.
—No,
no, no, no, no —repitió una y otra vez—. No puede ser, no
puede ser ella.
—La
llevo siguiendo un par de semanas, hm —comentó.
Abel
volvió en sí.
—Pues
deberías ser más cuidadoso —le reprendió—.
Se ha dado cuenta de que alguien la vigila. Es amiga mía
—explicó.
—¿Ah,
sí? Eso facilita las cosas —sonrió el otro—. Y no
creo que haya sido a mí a quien haya notado.
—¿A
qué te refieres con eso?
—Alpha
va tras ella.
—¿Alpha?
—repitió incrédulo—, ¿la capitana del
Segundo Escuadrón?
El
moreno asintió.
—Cain
—le llamó. El moreno alzó la cabeza ante su
nombramiento—. ¿Por qué el Ilusionista va tras
Claire?
Cain
resopló estirándose.
—¿Quién
sabe? —dijo sin interés—. Sólo me han contado que
Altharia está inestable, hm. Algo debe de estar pasado en la
Torre Gris. Y necesitamos un Intermediario para volver.
—¿Y
estás seguro de que ella es...? —titubeó.
—No
del todo —contestó secamente—. Tengo que seguir con la
investigación, hm.
—Cain
—le llamó severamente de nuevo, mientras abría el
pesado portón de acero—, no te fíes de nadie.
El
moreno rió con suavidad.
—Lo
sé —contestó—. La confianza es la más
engañosa de las ilusiones.
—Y
deja también la poesía —le recomendó con burla
antes de desaparecer.
Esquivó
a duras penas la cuchilla de la espada que portaba la mujer
encapuchada. No supo cómo, pero de la boca de incendios había
empezado a salir una lava viscosa pero que fluía rápidamente
y que había logrado acorralarla. Se asustó.
—¡No
sé qué diablos es Altharia! —Exclamó Claire.
—No
tienes por qué saberlo, Ainsworth —siseó con
frialdad.
Tropezó
intentando huir de ella y se cayó al suelo, rodando por la
acera. Se levantó a duras penas y se limpió la sangre
que escurría por su labio inferior roto. “Al menos no he
muerto calcinada”, pensó en un intento de positivismo.
Entonces algo cobró sentido en su cabeza.
—¿Cómo
conoces mi apellido? —jadeó.
La
mujer no contestó a su pregunta. Sólo dijo—. No
consentiré que huyas de nuevo.
“¿De
nuevo? ¡Pero si es la primera vez que me la encuentro!”, se
dijo a sí misma, incrédula. Se quedó paralizada
por el miedo. ¿Acaso era esa mujer la que la había
estado espiando todo ese tiempo? Pero, lo más importante.
¿Quién narices era ella? ¿Qué narices era
Altharia?
—¡Contéstame!
—exigió la castaña.
Silencio.
—Alpha
—sonó una voz masculina y demasiado conocida para Clay—,
aléjate de ella.
La
mujer gruñó, pero aún así cumplió
la orden. Se alejó de ella de un salto, posando sus pies en la
baranda de un balcón. Clay parpadeó, anonadada.
—¿Abel?
—murmuró—. ¡Abel —repitió, esta vez más
alto—, corre, vete de aquí!
—No
hace falta —rió el pelirrojo.
—¿Qué
diablos te hace tanta gracia, idiota? —farfulló Claire.
Eso
sólo hizo que la risa de él se incrementara, pero de
repente, miró hacia Alpha y su rostro se endureció con
furia—. ¿Quién te manda?
—No
te importa, Burdock —masculló—. Me llevo a la chica —y
la lava empezó a moverse, cortando el paso al joven.
Abel
simplemente sonrió con altanería, chasqueó los
dedos, y la masa ígnea se desvaneció en el aire.
—Sigues
teniendo un nivel bastante básico en las ilusiones —le dijo.
Ella
gruñó.
—No
todos nacemos siendo un Burdock purasangre como tú —contestó
cruzándose de brazos. Envainó la espada en su funda
negra y se crujió la espalda—. ¿Qué haces
aquí, Abel?
—Eso
mismo me pregunto yo —detrás de él apareció
una serpiente blanca gigante, que siseó con malicia brillando
en sus pupilas irisadas. Sonrió más abiertamente al ver
la cara de pánico de Alpha—. Un buen ilusionista es aquel
que conoce el miedo de su enemigo. No te creas que he olvidado que le
tienes fobia a los reptiles.
Y
la serpiente se abalanzó sobre ella.