domingo, 22 de septiembre de 2013

~Capítulo 1~

Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente

te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa

puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas


Sonó el timbre. El atronador sonido de las sillas arrastrándose inundó la clase, provocando que una chica de cabello castaño hasta la mitad de la espalda y ojos azules se tapara los oídos con molestia. Se sacudió la ropa, compuesta por una camisa de Paramore, unos pantalones de mezclilla negros de pitillo, unas botas militares y una chaqueta negra de cuero. Se colgó la mochila al hombro y bufó molesta. Salió de su aula viendo cómo caían las gotas de lluvia, y recordó que no llevaba paraguas. Alzó la vista y observó a un chico de piel pálida que estaba a sólo a unos metros de ella, apoyado en una pared de ladrillos —que, según sabía ella, era la del bar al que solía ir—. Su pelo azabache, al igual que sus ojos grandes y algo rasgados, estaba mojado y el flequillo se pegaba a su frente, pese a que su ropa se componía de un abrigo polar negro sin mangas con capucha forrada que no usaba, unos pantalones del mismo color y unas botas de hebilla. Era el mismo que la había estado observando en los últimos meses. La chica desvió la mirada al notar cómo el moreno se fijaba en ella.

¡Clay! —escuchó. Una chica de melena oscura y ojos avellana la abrazó por detrás.
Te dije que me llamaras Claire, Nicki —le reprendió la castaña—. Mi nombre es Claire Ainsworth.
Insípida —la morena hizo un mohín.
Deja a Claire en paz —un chico de apenas diecisiete años apareció. Su melena roja lisa y hasta el principio del cuello, que se pegaba a su rostro, y sus ojos verdes brillantes hacían que millones de chicas alrededor perdieran la cabeza. Además, su nariz era atravesada por un pequeño aro plateado.
Nicki rió y se bajó de la espalda de Clay. La castaña volvió a mirar en dirección al extraño chico de ojos negros, pero ya no había nadie allí.
¿Qué miras con tanta inquietud? —preguntó el de ojos verdes.
Nada, Abi, nada —le quitó importancia con un movimiento de la mano—. ¿Vamos al bar?
Los tres asintieron.



Jane, tres cafés con leche —ordenó Abel. La camarera asintió y desapareció tras la cocina.
Clay se hundió en la silla con cansancio.
¿Qué ocurre? —preguntó Nicole.
Nada —suspiró—, es que... Últimamente me siento... observada.
Abi rió, cerrando sus ojos como esmeraldas.
Tranquila. No dejaré que ningún pedófilo toque a mi hermanita.
No soy tu hermana —dijo apartando la mano que había alzado su amigo para despeinar su ya de por sí alborotada melena castaña—. Me tengo que ir —se levantó de la silla y recogió su chaqueta—, mi madre se molestará si llego tarde a la cena.
Buena suerte —sonrió con pena la morena.
Gracias —le correspondió al gesto con una palmada suave en la cabeza.

Salió del local con paso ligero, sin percatarse de que unos ojos negros la observaban desde la cornisa del edificio de enfrente. Esa sensación llevaba ahí varios meses y estaba empezando a asustarla, aunque ella jamás reconocería tal cosa. Las calles de Londres eran húmedas y estrechas. Giró a la derecha y se paró enfrente a unos apartamentos modernos de fachada blanca. Se acercó al enorme portón de metal y tocó al timbre de la portería

¿Sí? —sonó una voz a través del interfono.
Soy yo, topo —contestó ella apoyando la espalda en la superficie metálica. Se escucharon unos ruidos de fondo, pero él no contestó—. ¿Vas a abrirme, Hans?
De nuevo el hombre no dijo nada.
¡No me jodas, topo! —gritó exasperada—, ¡ábreme la maldita puerta! —ordenó golpeando la puerta.
Clay —su voz sonó débil y jadeante—, c-corre, vete de aquí.
De nuevo un ruido bastante desagradable y un quejido, seguido de más silencio.
¿Claire Ainsworth? —se escuchó una voz de ultratumba, fría y monótona, pero femenina.
S-sí, ¿Hans? ¿Q-qué le ha pasado a Hans? —preguntó preocupada.

No hizo falta que nadie le contestara. De la ventana de lo que supuso que sería la portería, salió rompiendo el cristal una mujer vestida con un corsé negro y rojo, unas mallas del mismo color y unas botas por las rodillas con hebillas y de apariencia robusta, además de una capa con capucha carmesí, en la que se podía apreciar la letra “A” de un rojo brillante.

Tienes que venir conmigo —dijo la mujer. Agarró su brazo con tal monstruosa fuerza que le dejó una marca morada en las muñecas. Miró sus ojos dorados sin vida.
¿Quién eres? —preguntó—, ¿dónde está Hans? —apretó los dientes sintiendo que su brazo empezaba a ponerse pálido.
Tienes que venir con nosotros.
¿A dónde? —se aventuró a cuestionar mientras las fuerzas le fallaban.
A Altharia —contestó.



No, señora Ainsworth. Dijo hace media hora que volvería a casa —explicó Abi.
No lo entiendo —farfulló la madre de Clay, Helena—, no tenía ningún asunto importante, ni había quedado con nadie. Y para colmo Hans, el portero de nuestro edificio, no responde.
Abi tragó saliva.
¿Topo?
Sí.
Baja a ver si le ha pasado algo. O puede que no esté y haya salido —se apresuró a explicar.
No creo, me habría informado de ello —se escuchó un suspiro cansado al otro lado de la línea telefónica—. Bueno, iré a ver. Gracias de todas formas, Abel.
No hay de qué —y colgó de inmediato—. Mierda, mierda, mierda —masculló por lo bajo mientras se pasaba una mano por el pelo.

Se levantó, dejó propina, agarró su chaqueta y se fue del bar. Salió a la calle con paso rápido escribiendo un mensaje en el móvil. Caminó por una gran calle hasta doblar una esquina y entrar a una vieja tienda de botijos antiguos. Bajó por el sótano sin siquiera echar un vistazo al local y recorrió un pasillo completamente blanco. Se paró frente a una puerta de acero blindado algo malgastada por el tiempo y el uso. Colocó la mano en un panel de reconocimiento por escáner y, tras un pequeño fogonazo de luz verde, se escuchó un chasquido, indicándole que había logrado su cometido. Entró en la cámara acorazada.

Abi, has venido, hm —rió una voz masculina, pero joven.
¿Qué te creías? —respondió él con hastío.
De entre la penumbra salió el chico de pelo revuelto y ojos negros con una sonrisa burlesca.
Claro, ¿cómo no? El gran Abel Burdock no se permitiría una falta como esa —comentó sentándose en una silla y apoyando los pies en la mesa que separaba a ambos adolescentes—. Enaria ha contactado con nosotros. Dice que Él ha localizado a un Intermediario.
Abel suspiró.
¿Qué ha pasado con el que venía contigo? —preguntó cruzando los brazos.
Murió, hm —contestó con simpleza.
El pelirrojo chasqueó la lengua.
¿A quién ha atrapado? —Abel se acomodó en uno de los sillones de terciopelo negro que había en la sala, expectante a la respuesta del moreno.
Creo que... hm, se llama Claire —respondió.
Abel se tensó de inmediato. Conocía sólo a una Claire. Llegó a pensar que le daría una taquicardia, se puso la mano en la zona del corazón y empezó a hiperventilar.
Eh, Abel, ¿qué ocurre? —preguntó el moreno acercándose a él.
No, no, no, no, no —repitió una y otra vez—. No puede ser, no puede ser ella.
La llevo siguiendo un par de semanas, hm —comentó.
Abel volvió en sí.
Pues deberías ser más cuidadoso —le reprendió—. Se ha dado cuenta de que alguien la vigila. Es amiga mía —explicó.
¿Ah, sí? Eso facilita las cosas —sonrió el otro—. Y no creo que haya sido a mí a quien haya notado.
¿A qué te refieres con eso?
Alpha va tras ella.
¿Alpha? —repitió incrédulo—, ¿la capitana del Segundo Escuadrón?
El moreno asintió.
Cain —le llamó. El moreno alzó la cabeza ante su nombramiento—. ¿Por qué el Ilusionista va tras Claire?
Cain resopló estirándose.
¿Quién sabe? —dijo sin interés—. Sólo me han contado que Altharia está inestable, hm. Algo debe de estar pasado en la Torre Gris. Y necesitamos un Intermediario para volver.
¿Y estás seguro de que ella es...? —titubeó.
No del todo —contestó secamente—. Tengo que seguir con la investigación, hm.
Cain —le llamó severamente de nuevo, mientras abría el pesado portón de acero—, no te fíes de nadie.
El moreno rió con suavidad.
Lo sé —contestó—. La confianza es la más engañosa de las ilusiones.
Y deja también la poesía —le recomendó con burla antes de desaparecer.



Esquivó a duras penas la cuchilla de la espada que portaba la mujer encapuchada. No supo cómo, pero de la boca de incendios había empezado a salir una lava viscosa pero que fluía rápidamente y que había logrado acorralarla. Se asustó.

¡No sé qué diablos es Altharia! —Exclamó Claire.
No tienes por qué saberlo, Ainsworth —siseó con frialdad.

Tropezó intentando huir de ella y se cayó al suelo, rodando por la acera. Se levantó a duras penas y se limpió la sangre que escurría por su labio inferior roto. “Al menos no he muerto calcinada”, pensó en un intento de positivismo. Entonces algo cobró sentido en su cabeza.

¿Cómo conoces mi apellido? —jadeó.
La mujer no contestó a su pregunta. Sólo dijo—. No consentiré que huyas de nuevo.
¿De nuevo? ¡Pero si es la primera vez que me la encuentro!”, se dijo a sí misma, incrédula. Se quedó paralizada por el miedo. ¿Acaso era esa mujer la que la había estado espiando todo ese tiempo? Pero, lo más importante. ¿Quién narices era ella? ¿Qué narices era Altharia?
¡Contéstame! —exigió la castaña.
Silencio.
Alpha —sonó una voz masculina y demasiado conocida para Clay—, aléjate de ella.

La mujer gruñó, pero aún así cumplió la orden. Se alejó de ella de un salto, posando sus pies en la baranda de un balcón. Clay parpadeó, anonadada.

¿Abel? —murmuró—. ¡Abel —repitió, esta vez más alto—, corre, vete de aquí!
No hace falta —rió el pelirrojo.
¿Qué diablos te hace tanta gracia, idiota? —farfulló Claire.
Eso sólo hizo que la risa de él se incrementara, pero de repente, miró hacia Alpha y su rostro se endureció con furia—. ¿Quién te manda?
No te importa, Burdock —masculló—. Me llevo a la chica —y la lava empezó a moverse, cortando el paso al joven.
Abel simplemente sonrió con altanería, chasqueó los dedos, y la masa ígnea se desvaneció en el aire.
Sigues teniendo un nivel bastante básico en las ilusiones —le dijo.
Ella gruñó.
No todos nacemos siendo un Burdock purasangre como tú —contestó cruzándose de brazos. Envainó la espada en su funda negra y se crujió la espalda—. ¿Qué haces aquí, Abel?
Eso mismo me pregunto yo —detrás de él apareció una serpiente blanca gigante, que siseó con malicia brillando en sus pupilas irisadas. Sonrió más abiertamente al ver la cara de pánico de Alpha—. Un buen ilusionista es aquel que conoce el miedo de su enemigo. No te creas que he olvidado que le tienes fobia a los reptiles.
Y la serpiente se abalanzó sobre ella.